Nación inhumana, población envenenada


España ha pasado de ser un país donde los vecinos de diferentes pueblos se mataban entre sí, donde llegaron los aviones nazis y las brigadas internacionales, donde la gente se moría de hambre y se fugaba al primer rincón que podía para intentar sobrevivir, a ser un país desalmado y sin escrúpulos, ni a izquierda ni a derecha. Un país inhumano e indigno, con pasado ensangrentado, y sin presente ni futuro.

A los que ya tienen su opinión formada, perversa pero ya formada, este texto no les convencerá, por supuesto. Vivimos intoxicados y envenenados digitalmente, por los cuatro costados, y, como en cualquier adicción, el que se quiere intoxicar y envenenar más aún lo consigue con facilidad. ¡Y cualquiera les dice lo contrario!

Los que ya están envenenados se creen que los españoles que escaparon de la guerra o que emigraron en la posguerra lo hacían con contrato de trabajo, cómo no, con todo en regla, dentro de la ley, por favor, cómo dudarlo. No, no fue así. Llegaron a su destino portando toda su miseria, como lo que hoy vemos por televisión. Se creen, del mismo modo, los intoxicados, la agenda de los medios de comunicación, que muestra la amenaza del Estrecho de Gibraltar, o de la valla de Melilla, o de los refugiados del Open Arms, como principal fuente de inmigración hacia España. No, no es así. La inmensa mayoría de los inmigrantes, en España y en otro países, acceden por los aeropuertos, no nadando.

Los envenenados, supuestamente patriotas (ni el significado de “patriota” merecen), no alcanzan a entender que, si no ponemos patriotas y solo pensamos en nosotros, en nuestro país, y en nuestro dinero, si eliminamos cualquier referencia social y analizamos lo técnico, cuantos más seamos para trabajar, para aumentar la natalidad de esta nación anciana, para arrimar el hombro, para consumir, mejor. Así ha sucedido durante décadas. No incidiré en eso, no obstante. Es problema del envenenado. Un power point con setenta gráficos les dejará igual. Unas cuantas experiencias personales tampoco tendrán efecto.

No está destinado este texto a discutir con aquel que responderá memeces del tipo “pues mételos en tu casa”, o al que tira de “clásicos” con aquello de que los inmigrantes (sin ropa, sin dinero, sin hablar nuestro idioma) vienen a quitarnos el trabajo. En este texto no se perderá el tiempo. Tampoco busca el texto, hablando en términos de justicia social, distinguir entre la derecha y la izquierda. Una persona liberal, con ideas conservadoras, puede perfectamente entender las necesidades vitales del ser humano. Puede ser sensible, consecuente y solidaria. Y sobre todo, puede ser inteligente y tener memoria. Es decir, confío en la gente noble de derechas. Sé que los hay.

Me importa más arremeter frontalmente contra la izquierda deformada, la izquierda decorativa, me importa más desenmascarar a la socialdemocracia de teclado, y todo ese progresismo de bar, todo ese socialismo de conferencia. La verdadera vergüenza me la crean estos sectores en los que se supone que debe existir –venir implícito– el concepto de humanidad. Una característica apuntalada desde sus estatutos.

Desde el otro lado del charco es lamentable observar la actuación de un gobierno español socialista, y sus socios y colaboradores necesarios, ante el cementerio en el que se ha convertido el mar Mediterráneo. Es bochornoso que un país desarrollado, europeo, que se cree moderno y civilizado, no pueda ni quiera acoger ni ayudar a personas que escapan de la miseria o de la barbarie (no entro en las causas de las situaciones de estas personas, que para eso están los historiadores, y habría para cien o doscientos libros, en los que saldríamos perdiendo más todavía, tal vez certificando que el problema es genético, y algo queda de nuestro fenotipo colonizador y esclavista).

Es deleznable el silencio del día a día. Es aburrido el racismo de toda la vida, el racismo de andar por casa, el que quedaba oculto porque, claro, en España no hay muchos negros (ahora cada vez hay más, y, lo siento, tienen bastantes cosas que decir), el que quedaba oculto hasta que se plantaba en la puerta de al lado una familia gitana. En el racismo, como en el machismo, y como en la drogadicción, lo primero es asumirse. Luego arranca la terapia. El psicoanálisis de España, país racista por excelencia.

Hay un ejemplo que he podido vivir en primera persona, y que es autoexplicativo. Se trata del éxodo de venezolanos que escapa, entre otros países, a Brasil. Aproximadamente 150.000 personas desde 2015. Por muy tóxico que fuera el gobierno del traidor Temer, o por más bilis que produzcan los mensajes diarios del ultraderechista Bolsonaro, la República Federativa de Brasil, en su estructura de raíz, no ha dejado de ser lo que siempre ha sido: un país de acogida. Sobre todo con hermanos en problemas. Y con dificultad añadida: la mayoría de los refugiados venezolanos están atravesando por tierra la frontera justo hacia el estado más pobre de Brasil, Roraima, y es necesario su traslado, en avión, a proyectos sociales en una red de municipios por todo el territorio nacional. Brasil articula y gestiona esa bienvenida.

Así es, los que rechazan a inmigrantes en España están superando a Temer y a Bolsonaro. Ese es el nivel, ese es el retrato, solo para contar con una referencia. Por cierto, Brasil fue uno de esos países en los que atracaban navíos repletos de españoles sin un duro. La inmigración gallega es el más claro ejemplo. Alzheimer selectivo.

Propongo algo muy simple: hacer que toda esta población envenenada, de la izquierda y de la derecha, se trague su odio, su miedo, su rencor y su intolerancia. Que lo guarden en su interior, hasta la úlcera. Que les pasemos por encima, que les señalemos con el dedo. Que no nos callemos. Porque nuestro país no lo estropea la gente que llega de afuera, sino los irresponsables que están dentro, como si ellos hubieran pintado las fronteras, como si ellos hubieran levantado los muros de México, o diseñado el Tratado de Tordesillas o el telón de acero. Como si ellos hubieran elegido el año en que nacer o las coordenadas en el mapa.

No es falta de educación, es maldad. Y explicar las razones originarias de la maldad, y del odio, también daría para cien o doscientos libros. No es ignorancia. No toda esta gente envenenada es ignorante. Los hay con varias carreras universitarias. No regatearán a la úlcera, que les arderá por las noches, pero no les tratemos por tontos. Reírles las gracias nos ha llevado hasta aquí. Son millones. Millones de votos. Asusta un poco, sí. No lo suficiente para darnos por vencidos.


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