De telonero de los Rolling Stones a homicida: debacle del rockero maldito argentino


“Esta vez es en serio, no estoy mintiendo, algo se prende fuego. Sé que muchas veces dije que el lobo venía, pero esta vez el lobo está acá.” La estrofa inicial de “Fuego” (Intoxicados, 2005) podría ser el resumen oficial de la biografía de Cristian Álvarez (Buenos Aires, 1972), el Pity Álvarez, último rockero maldito argentino.

El líder de Viejas Locas e Intoxicados –con los primeros grabó clásicos como “Homero” o “Lo Artesanal”, y con los segundos grandes éxitos como “Las cosas que no se tocan”, “Una vela” y “Nunca quise”–, ha descendido un peldaño más en su camino hacia los infiernos. Cuatro disparos –tres en la cara y el último en el pecho– sobre un exvecino han dejado un cadáver en el barrio de Samoré (Villa Lugano, Buenos Aires) y otro (el suyo) deambulando en el pabellón psiquiátrico del presidio de Ezeiza desde hace dos meses.

“Sí, yo fui el que disparé”, admitió el músico ante los micrófonos de la prensa a las puertas de la comisaría de Villa Lugano cuando se entregó, acompañado de su abogado, tras veinticuatro horas en busca y captura. “Lo maté porque era o él o yo. Creo que cualquier animal haría lo mismo.” Negó que fueran amigos y definió a la víctima como “un pibe que choreaba [robaba].” Hizo entender que actuó en defensa propia: “Si no, me iba a matar él.”

Álvarez nació en el barrio de Congreso aunque se crió en Piedrabuena. Sus padres, Enrique y Cristina, le matricularon algún curso en colegios religiosos, fue incluso monaguillo, pero nunca creyente. En la preadolescencia le sorprendieron las guitarras y las drogas, costumbres ambas de su primo el Bocha, diez años mayor que él. Se metió tanto en el papel de estrella del rock´n´roll que construyó la banda del momento, Viejas Locas –Pity tenía 25 años cuando telonearon a los Rolling Stones en el campo de River Plate, en 1998–. Nadie les había preparado para eso. Viejas Locas desapareció pero rápidamente fundó Intoxicados: no ensayaban jamás pero los conciertos eran arrolladores.

Eso sí, igual de rápido que llegó el triunfo que nunca buscó llegó la caída en picado. Su genialidad a la hora de componer y su electricidad sobre el escenario fueron quedando sepultadas por la imagen caricaturizada y tétrica de los efectos de las drogas más aniquiladoras: heroína, pasta base, crack y todo lo que pudiera conseguir en escondites como Villa Cildáñez, en el extrarradio de Buenos Aires. Él ha vivido los últimos quince años de su vida justo al lado, en uno de los bloques de la barriada de Samoré, en Villa Lugano. La cronografía de este desastre final transcurre íntegramente a las afueras de la Capital Federal.

Toda una generación de fans ha ido envejeciendo junto a la demolición personal del Pity Álvarez y junto a sus genialidades, como cuando se coló en su coche un periodista con una cámara tras un accidente de tráfico y le preguntó contra qué había chocado: “Contra un elefante”, contestó. O como cuando se tiró en el suelo con un sintecho que pedía limosna en una calle porteña y comenzó a tocar una de sus canciones para ayudarle a recaudar un buen dinero espontánamente.

Su madre consiguió internarlo en un par de ocasiones, pero él nunca logró aceptarlo ni aprovecharlo. Decía que quería intentarlo solo. Desde entonces han sido constantes las insinuaciones de que si volvían a retenerlo se quitaría la vida. Pity lo llama “seguir adelante con el plan”. Se acostumbró a sacar adelante los días bajo un peligro inminente, interno y externo.

Esta década, excepto algún breve momento de lucidez que significó el regreso de Viejas Locas –consiguió incluso grabar un último disco– y una inesperada paternidad con su pareja de la época, se la ha pasado saltando de juzgado en juzgado y de comisaría en comisaría, entre denuncias de agresiones y escándalos públicos. Iba siempre armado porque decía estar amenazado. Los vecinos de los bloques de Samoré recuerdan que en sus momentos más bajos no dudaba en apretar el gatillo desde una de sus ventanas, hacia la nada.

Detrás del esperpéntico disfraz de zombie se adivinaba de vez en cuando al músico ágil y técnico que una vez fue, y el chico amable que algunos retrataban: humilde, sensibilizado, muy perrero. De hecho, la noche del 11 de julio, cuando se torció todo definitivamente, arrancó con su perra pariendo en su apartamento de Samoré. Su actual novia y él dieron la bienvenida y los primeros cuidados a los cachorros, y atendieron a la perra antes de salir hacia la sala Pinar de Rocha, en Ramos Mejía (también extrarradio de Buenos Aires), donde ella quería ver por lo menos un rato del concierto del cantante Ulises Bueno.

Terminaron por atrasarse bastante. Pity iba bastante drogado. Cuando consiguieron salir del apartamento ya eran pasadas las doce. Abajo, en los bancos entre los bloques 11 y 12 de la barriada, estaba el grupo de hombres que solía estar casi siempre. Conocían a Pity Álvarez, como todo el mundo, pero no había relación. Cristina, su madre –que a la mañana siguiente le iba a acompañar a unos análisis médicos–, ha comentado públicamente que a su hijo le afectaba mucho el “peaje” que se cobraba en el barrio, las extorsiones del día a día. A Pity Álvarez siempre se le acercaba la gente de por allí, para diversas cuestiones. Aquella noche el que se le acercó fue Cristian Maximiliano Díaz, un exvecino que hacía meses que no vivía en Samoré, estaba recién separado, pero se pasaba a menudo a ver a su hija adolescente. 

Las versiones de los testigos se contradicen. Díaz llegó hasta donde estaba Álvarez, increpándole. Hay quien dice que el músico recibió un cabezazo. Las investigaciones parecen descartar tema de drogas, e investigan si el problema entre ellos tenía que ver con un robo en la casa del cantante, del cual acusaba a su víctima –que ya había sido condenado hace años por robo a mano armada–. Lo siguiente que se escuchó entre la avenida Dellepiane y la avenida Escalada fueron los cuatro disparos, a bocajarro.

Y comenzó la fuga, haciendo honor a otra de sus letras más emblemáticas: “No voy a dejar de pedalear hasta que salga por atrás a la calle Pilar, y voy a doblar en Echandía porque yo sé que ahí hay un solo policía.” Tras unos metros de huida, su Volkswagen Polo se detuvo y Álvarez abrió una alcantarilla para arrojar la pistola al fondo. Luego recorrió junto a su novia los 25 minutos que les separaban de su destino original: el concierto en la sala Pinar de Rocha. Llegaron casi al cierre, cerca de las dos de la madrugada.

La novia y el padrastro de esta –ella pidió su ayuda– trabajaron desde ese instante en convencerle para que se entregara en una comisaría lo antes posible. Pity accedió en un primer momento. Abandonó su coche en una calle junto a la discoteca y se fueron juntos en el del padre, pero en un momento dado cambió de idea, se bajo del automóvil y caminó solo de madrugada por las arterías vacías de la periferia, llegando incuso a merodear su barrio. A su abogado le escribió cuatro palabras por whatsapp: “Te tengo que ver”. Antes de entregarse y reconocer el crimen, tras 24 horas oculto en casas de amigos, a su madre le envió un audio: “No me puedo creer que por culpa de un gil se me arruine la vida de esta manera.”
Ahora anda sedado en el sector Prisma (Programa Integral de Salud Mental Argentino) de la cárcel de Ezeiza, devastado por su síndrome de abstinencia.

Pity cambió de abogado. Al otro la madre no le quería ver más. El actual dice que “podría existir en Cristian Pity Álvarez una alteración psicopatológica que lo habría hecho incapaz de comprender la criminalidad del acto que estaba cometiendo [los disparos fueron a sangre fría y dirigidos al rostro de la víctima, que fue rematada en el suelo una vez que se desplomó], y que por ende, podrían haber estado alteradas sus facultades mentales al momento del hecho.”

Cuando la policía entró en su casa, tras el homicidio, se topó con un caótico museo de la drogodependencia, y también con 16.000 dólares en metálico y con su perra con los seis cachorros recién nacidos, uno de ellos fallecido. 

“Soy feliz, la mitad del tiempo”, respondía en una entrevista perdida grabada con el periodista Jorge Lanata en 2012, y no emitida hasta ahora. El último rockero maldito argentino aseguraba que no quería estar veinte años más aquí. Diez, como mucho, y con pelo. Tras esta tragedia que le tiene preso, y los avisos que le viene repitiendo a su madre, hay un alto riesgo de que se cumpla su plan y su profecía.


Víctor David López

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